lunes, 8 de agosto de 2011

Zaragoza. El cipotegato (Tarazona).

Dentro de mi insaciable curiosidad, con la que memuevo por internet, por revistas especializadas y en contactos con conocidos, abordo la doble finalidad de este blog de recoger, no sólo mis opiniones en torno a la situación social y política de España, sino también a su legado, patrimonio e Historia. Tal es así que viajando por la red de redes he tenido la ocasión de descubrir una de esas fiestas que, a bote pronto te dejan con la boca abierta y no sabes a ciencia cierta cómo categorizar.  Una fiesta vistosa de indudable transfondo histórico y  que atrae en cada edición a miles de personas que en comunión se unen con el objetivo de cumplir la tradición además de divertirse, algo tan injertado y normal en nuestra cultura que nos permite reirnos de las vicisitudes cómo nadie más en el mundo lo es capaz de hacer. A algunos le parecerá una tontería, a otros una vulgaridad, pero es simple y llanamente una de esas manifestaciones culturales que merecen y deben de ser protegidas, financiadas y mimadas cómo una de esas manifestaciones históricas de nuestra vieja piel de Toro.
Así las cosas, en la ciudad de Tarazona, interesante de por sí y a la que habremos de volver en otra ocasión  cuando el vetusto reloj de la Casa Consistorial suelta las doce campanadas que median el septentrión, cuando esas manijas, hermana mayor y menor se unen en comunión sobre las 12,00 h. del mediodía , a finales del octavo mes, en el vigesimo séptimo día se sucede siempre, desde hace más de tres siglos el mismo e impresionante ritual. En ese momento ansiado durante todo el año por los turiasonenses y los impresionados visitantes que con la boca abierta se aposentan en las Fiestas Mayores se abre la puerta principal del Ayuntamiento y sale un personaje extraño, conocidos por propios y sorpresivo para extraños. El Cipotegato.

En extraña sinergia con la tradición y la fiesta, el Cipotegato comienza a brincar y moverse en convulsiva carrera. El público, enardecido, infernalmente excitado, se deshace en gritos hacia el arlequinado personaje llamándolo ¡¡Cipote!!, ¡¡Cipote!!. Un clamor que se extiende a lo largo y ancho de la Plaza de España mientras una nube de tomates procedente de todas direcciones se dirige al personaje en cuestión. Personaje que, merced a su buena forma física hace que la mayorçia de las rojas hortalizas impacten de unos a otros de sus cazadores, enardeciendo, aún más si cabe la fiesta. Múltitud de tomates que impactan de unos a otros de los visitantes, muchísimos de ellos jóvenes, mientras el Cipotegato corre cómo alma que lleva el Diablo.

Mientras los tomates caen, con mejor o peor fortuna y casi siempre con una mala ostia del quince, el Cipotegato hace su recorrido por la ciudad acompañado de su cuadrilla que lo auxilia para abrirse paso y por las Peñas Festivas de Tarazona cómo testigos del cumplimiento, un año más, de la tradición. El recorrido se hace bajo fuego graneado de pepitas y jugos enrojecidos por un itinerario totalmente desconcertante para la mayoría, ya que es elegido por aquel que tiene la fortuna de encarnar al Arlequín y queda en el mayor de los secretos durante todo el ritual. Si escapa conbien de la aragonesa tomatina, regresará a la Plaza de España y se encaramará  a un monumento erigido en su honor, en honor de la esencia que encarna y aquello que representa. Allí será homenajeado, vitoreado y casi idolatrado,  pasando de ser objetivo tomatil a objetivo de todos los vítores y saludos de los asistentes. Desde allí será llevado en hombros e introducido de tal guisa en la Casa Consistorial.

Ésta tradición no surje por que sí. Aunque cómo todo en la vida, siempre hay que tener cierta preocupación a la hora de catalogar un hecho que se hunde en la noche de los tiempos. En la Catedral de la vetusta ciudad se encuentra la documentación que confirma que en al siglo XVIII el Cabildo catedralicio permite y irdena que en la Víspera del Corpus Christi saliese lo que se denominaba Pellexo de Gato para diversión de los niños que serían corridos por él. Después el albor y el velo del desconocimiento se aposenta cómo tenue capa de polvo ocultando el desarrollo de ésta fiesta, no apareciendo en los anales de los fondos documentales turiasonenses mención alguna hasta el pasado siglo veinte. El Archivo Consistorial certifica que la Corporación pagaba seis pesetas a quien encarnaba al Cipotegato en las Fiestas mayores, durante el mes de Agosto. Certifica este hecho, al que se añaden testimonios, la tradición oral, diversas fotografías y algún que otro documento, que el Cipotegato se vincula tiempo ha a la autoridad municipal y no a la eclesial. Máxime cuando se le relaciona de manera profusa con el traslado de la Reliquia de San Atilano, durante el veintiocho de Agosto.

Ésta fiesta se va transformando grdualmente con el tiempo. Hasta ya pasada la Guerra Civil, más concretamente en el año 1942, persigue a los chiquillos que osan cruzarse en el camino de la Corporación Municipal o en la Procesión de San Atilano siendo un complemento de una manifestación religiosa tan propia del Régimen ultracatólico que caracterizaron los primeros años del Régimen. Su función sería así la de un complemento similar a la que representan los mucho más comunes Gigantes y Cabezudos por otros lados de la geografía nacional. Es en éstas fechas cuando se produce el vuelco que le da su actual acepción. En la Plaza de España se celebraba en aquella epoca el mercado, con lo que el Cipotegato pasa de perseguidor a perseguido de los chavales que, cómo complemento a la diversión le arrojaban los restos de verduras que quedaban en ese emplazamiento tras el mercadillo semanal. De ahí al uso de tomates hubo sólo un paso. A partir de los ochenta el Cipotegato deja de ser remunerado para ser algo voluntario al que acuden jóvenes de los cuales sale el personaje  por sorteo, no conociéndose la identidad del mismo hasta finalizado el recorrido el mismo día Veintisiete de Agosto.

Una fiesta curiosa y recomendable para quien, en esas calendas se encuentre por la zona de Tarazona o para quienes deseen ir de motus propio.

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