lunes, 12 de septiembre de 2011

Los Farolillos del final del verano.

Soy un forofo y es algo inevitable en mí de esas cajitas con cristales en que, asíendolas por arriba y metiendo dentro una candela o vela se puede vislumbrar, a corto plazo se entiende y siempre que esté debidamente protegida la llama, lo que nos rodea y acoge. Porque durante cientos de años, fue la única manera útil de fracturar las tinieblas y alejar las malas influencias en forma de oscuridad y espíritus sibilantes que rodeaban al ser humano para hacerlo ingresar en la negrura y llevarlo a sus dominios de maldad. Esos faroles grandes, pequeños, rústicos, ornamentados, de sebo o de cera acompañaron por siglos el andar del hombre sobre la tierra con la misma o parecida seguridad de hacerlo bajo la luz del sol permitiendole seguir con su día cuando el astro rey rendido de dar luminosidad y calor sin pedir nada a cambío, daba por cumplida la jornada y se ocultaba, para su merecido descanso nocturno, por el horizonte.

Hoy su uso queda dentro de lo puramente ornamental. De ser herramientas imprescindibles en el quehacer de las personas del medievo y aún de la modernidad, a ser elementos de adorno. Objetos que no herramientas, que muchas veces nacen y mueren sin más cometido que acumular polvo. Sin las condiciones mínimas para prestar su servicio cómo severos guardianes de la luz aún en las más tenebrosas y adversas circunstancias de nieve, viento o lluvia. Sin llegar a verse nunca llenos de la misteriosa luz incandescente que, en otros tiempos, más pretéritos y olvidados, era guía y protección y en algunos casos también perdición (si caía por ejemplo sobre un montón de heno) de sus portadores. Hoy las formas inéditas hace dos siglos que adquieren los faroles los hace acreedores de los mejores premios al diseño. Los hace ideales de complemento con cortinas o sofanes, si bien se pervierte su función inicial, al no saber siquiera por donde introducir la candela sin joder el recipiente.

Envidio a muchas de las culturas que, aún siendo un elemento anticuado, lo reverencian y usan para llevar a sus seres queridos los mensajes que, desde los vivos, han de llegar a los muertos a través de farolillos sencillos, de papel con una pequeña tea que, al calentar el aire de su interior, los eleva por los cielos o simplemente se escurren por las cantarinas aguas de un río hacía el mar. Tal y cómo, en recuerdo de la barbaríe de la primera bomba atómica, se hace cada año en Nagasaki para recordar a los que ya no están. A los que marcharon por el río de la vida para desembocar en el ancho mar de la muerte donde esperan, sin prisas, a sus seres queridos. Quizás en la negrura eterna enla que esperan los espíritus de nuestros seres queridos, un farolillo les ayude a iluminar en derredor y sostener, siquiera por poco tiempo, la esperanza de la resurrección junto a quienes amaron.

Los farolillos evocan eso, un mundo que se fue en un mundo que no está quieto, que se adviene y se diluye con la mísma rapidez que yo escribo lo que están leyendo. De un mundo que sólo se puede astibar desde la fortaleza de la memoria y alumbrarlo en las oscuras mazmorras del suñeo con los faroles de nuestra mente. En mi imaginario personal un farol es pieza fundamental de nostalgia. De días antiguos de transición veraniega que se tornaba en cruel frío con la misma velocidad que el pelo rapado volvía a crecer. Tiempos que finiquitaban el calor de la canícula con fuertes tormentas que descargaban con fuerza rompiendo persianas y refrescando el ambiente al final de unas tardes sin fuerza. Tardes que se acortaban conforme el padre Tiempo avanzaba el año y que hacían sangrar al sol tras una lluvia de increible fuerza. Era en aquel momento de refresco estival, de preludio del otoño cuando a mí, en mi terraza desde la que vislumbraba el ancho horizonte, me gustaba aposentar mi enorme humanidad sobre una hamaca. Prender con lentitud un cigarrillo y encender de la misma tirada el farol mientras el sol, cómo puntual caballero nos dejaba entre los restos de la nubes tormentosas. Alumbrándonos grandioso con girones rectos y potentes de luz anaranjada que se tornaba rojiza mientras cambiaba su orientación entre los focos nebulares mientras se despedia de éste observador ansioso.

Esas nubes que dejaban paso al radiante firmamento desvaneciendose de manera lenta y segura con el paso del tiempo mientras el refresco de la tarde recaía sobre el que ésto escribe. Que recaia sobre el observador que sin más preocupación que vigilar que ninguna gota traviesa lo acogotara por sorpresa. Así se iba yendo el verano, entre una lucecita minima pero desafiante mientras mi piel acusaba la bajada de tenatura entre las volutas aromáticas del cigarrillo que entre mis dedos se agotaba. Dar caladas al cigarrillo y mirar esa llama tililante que, poquito a poco, mientras el horizonte se teñia de rojo vivo para pasar a otras tenues tonalidades dejaba paso a una noche quieta, cuajada de estrellas. Preludio de lo que vendría, soledad, frío y humedad. En ese mometo me sentía feliz, pues se acababa mi cigarrillo y daba obligada cuenta de otro día y otro verano que culminaba con el ritual extinto de la vela en el farol.

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